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Por Marcelo Rodriguez Imagen: FRANZ KAFKA, FREDERIC CHOPIN Y JOHN KEATS, TRES GRANDES ARTISTAS TÍSICOS “Ahora es el cáncer la enfermedad que entra sin llamar, la enfermedad vivida como invasión despiadada y secreta (papel que hará hasta el día en que se aclare su etiología y el tratamiento sea tan eficaz como hoy en día llegó a serlo el de la tuberculosis).” Cuando en 1978 Susan Sontag escribió La enfermedad y sus metáforas, no existía el temor que existe hoy por las superbacterias, ni por las formas resistentes de esta última. Durante las primeras décadas del siglo XX fue la enfermedad que más gente mató; en 1929, Alexander Fleming concretó su famoso descubrimiento “casual” de la penicilina, y poco más de una década después la tuberculosis era firme candidata a convertirse apenas en un recuerdo gracias a uno de los mayores inventos de la historia: los antibióticos. Los mismos a cuyo uso indiscriminado se atribuye ahora, justamente, la proliferación de nuevos microorganismos que causan formas de tuberculosis –y de muchas otras enfermedades bacterianas como la malaria, la gonorrea, las neumonías o la sífilis– resistentes al tratamiento habitual: “Queremos hacer un llamamiento para que el mundo entero se movilice y haga un mejor uso de estas poderosas armas mientras exista la oportunidad, y antes de que retrocedamos a la era anterior a los antibióticos”, llegó a decir el director del Departamento de Enfermedades Infecciosas de la Organización Mundial de la Salud (OMS), David Heymann, cuando presentó en 2008 el Informe sobre la tuberculosis multirresistente en el mundo. Los motivos para preocuparse surgían del hallazgo de poblaciones en las que más del 10 por ciento de los casos no respondían al tratamiento estándar con isoniacida y rifampicina. El promedio mundial de esta forma multirresistente a drogas (MDR, multi-drug resistant) era menor al 5 por ciento (como referencia, la Argentina registra entre un 3 y un 4 por ciento de MDR en su población con tuberculosis). Se había detectado un record del 22 por ciento en Bakú (Azerbaiján), pero en la versión 2010 del Informe esa cifra es superada (28% de MDR al noroeste de Rusia) y se consigna, además, que en el mundo sólo un 7 por ciento de los casos resistentes son diagnosticados. Y los centros de vigilancia epidemiológica de al menos 59 países ya registran algún caso de tuberculosis XDR o ultrarresistente, a la que tampoco hacen mella las caras y poderosas drogas de segunda opción (amikacina, kanamicina, capreomicina), ni las fluoroquinolonas. SIEMPRE UNA BISAGRA Destinado a marcar hitos en la historia médica, el Mycobacterium tuberculosis fue el primer microorganismo señalado como causa de una enfermedad. Es un bacilo –término que deriva de “bastoncillo” en latín, una bacteria de forma alargada– que recibió el nombre de su descubridor, Robert Koch (1843-1910). Su aparición bajo el microscopio, en 1882, fue piedra fundacional de la microbiología, el tiro de gracia para las concepciones místico-mágico-religiosas de la medicina, y abrió esa enorme puerta que hoy sigue abierta. Aún aparecen anualmente en el mundo casi 10 millones de nuevos casos, y casi 2 millones de personas mueren a causa de ella, a pesar de la eficacia del cóctel de drogas usado como tratamiento estándar, que sólo cuesta en total unos 25 dólares. En la Argentina, la epidemia tuvo en esta pasada década una especie de meseta con 10 a 12 mil casos nuevos por año, y el tratamiento está totalmente cubierto por un programa nacional, pero no es fácil controlarla por la falta de llegada a poblaciones vulnerables y sobre todo por la evidente dificultad de los pacientes para seguir el tratamiento, lo cual aumenta el riesgo de que proliferen las formas resistentes. La mitad de los casos se encuentra en el área metropolitana, pero hay áreas del Noroeste donde la proporción de casos triplica el promedio nacional. ORGANISMOS SIN COMPETENCIA La zona oscura que se vislumbra en esa puerta abierta son las “superbacterias” que basan su éxito en tener a los antibióticos como aliados. Tan común como el uso de antibióticos sin prescripción médica –hay países donde ni siquiera es necesaria– es recetarlos sin necesidad. Ante una afección de origen viral, por ejemplo, un antibiótico es inútil –ningún virus es sensible a ellos– y, en todo caso, no actúa más que como placebo. Un placebo con serios efectos colaterales y riesgos. Otra práctica frecuente es la de suministrar antibióticos a pacientes hospitalizados para “cubrir todo el espectro posible de gérmenes patógenos”. Lo describe Mónica Müller en su libro Pandemia (2010), en el que trata diversas aristas del problema de la gripe A H1N1: quien en realidad se “cubre” con esta práctica no sería el paciente sino el médico que lo trata, ya que se asegura de “haber hecho todo lo posible” por el paciente si es que al final las cosas no salieran bien para este último. Como todo organismo, las bacterias pueden mutar ocasionalmente. Y así protegerse de la acción de antibióticos que matan a la mayoría de sus pares. Pero estas bacterias “mutadas” serán insignificantes en condiciones normales. En cambio, cuando un antibiótico barre con las condiciones de vida de una cepa bacteriana, sólo las que han adquirido esa resistencia tendrán probabilidades de sobrevivir y reproducirse transmitiendo esa característica. Por esto se considera que el uso indiscriminado de antibióticos activa este bien darwiniano mecanismo de “selección natural” que favorece la creación y proliferación de cepas bacterianas MDR y XDR. UN EXTRAÑO CULTO DE LA ENFERMEDAD El bacilo ingresa por la vía aérea y, librado el ataque a su curso natural, provoca lesiones en el tejido pulmonar que pueden ir desde un infiltrado intersticial hasta la pérdida del tejido alveolar y la formación de las características cavernas (semejantes a tubérculos) que a veces se comunican entre sí. Hoy es importante detectar la enfermedad a tiempo para no llegar a esos estados, ya que esas perforaciones son irreversibles, aunque el paciente se cure. Pero, hasta hace unos 70 años, la tuberculosis era una lenta y caprichosa condena a muerte. Durante los siglos XVIII y XIX resultaba evidente en las ciudades de Europa la mayor frecuencia de tuberculosis en las barriadas suburbanas con población más hacinada y empobrecida. Particularmente en quienes trabajaban en las minas de carbón. Era asociada con la polución que cada vez más comenzaba a llenar el ambiente de los grandes centros industriales. La imagen “romántica” de la tuberculosis empezó a surgir (con el Romanticismo, justamente, aunque valen las comillas) contemporáneamente a los primeros atisbos de socialismo, a la reacción de “lo humano” –las pasiones, la subjetividad, la expresión de los sentimientos como “lo más profundo”– en contraposición con la “brutalidad” de la máquina, que, según resultaba evidente, no había llegado al mundo para aliviar a las masas de las tareas mecánicas y poder cultivar su costado más propiamente humano, sino para imponerles nuevas condiciones de explotación. Pero las clases más acomodadas tampoco se vieron a salvo de ella. Y ante la ausencia de soluciones médicas, idealizaron la figura del tísico como un outsider en su clase. Hicieron de ella un mito según el cual los síntomas de la tisis –otro nombre para la tuberculosis– convertían a quien los padecía en alguien “interesante” (especialmente, suponemos, si no era pobre). Tal vez las “Polonesas” de Friedrich Chopin (1810-1849), una de las más ilustres víctimas del bacilo de Koch, den idea del mito creado alrededor de la enfermedad: con esa alternancia entre estados de profunda melancolía y exaltación pasional, entre la rebeldía y la serenidad contemplativa de la existencia, la sociedad enmascaraba el sufrimiento de quien pasaba de los repentinos accesos de tos al abatimiento físico, confundía el supuesto desprecio por la sociedad con la impotencia frente a la muerte, el rubor febril con una extraña salud rozagante, tanto que hasta circulaba la creencia acerca del mayor fervor sexual de las personas tísicas. La palidez y la pérdida de peso eran signos distintivos de quienes supuestamente habitaban esos paisajes sonoros. BACTERIA A BORDO Así como hay mutaciones MDR, existe una cepa muy atenuada del Mycobacterium tuberculosis, que es el bacilo Calmette-Guerin, más conocido como BCG. Con éste se elabora la vacuna antituberculosa, que se administra a los niños a la semana de nacer, o ni bien adquieren el peso mínimo que se considera necesario para recibirla. La vacuna BCG protege en un 85 por ciento de contraer la enfermedad. La bacteria cuenta en su cobertura externa con una proteína a la que se llamó tuberculina. Es inocua, pero cuando se inyecta a nivel subcutáneo en el brazo y la piel alrededor reacciona con eczema, evidencia de que el organismo la reconoce y que por lo tanto ha sido atacado alguna vez por el bacilo de Koch, aunque nunca haya adquirido la enfermedad. Esta prueba se llama reacción de Mantoux. Se calcula que más del 30 por ciento de las personas ha sido infectada por el bacilo de Koch, aunque lógica y afortunadamente es mucho menos frecuente que se enfermen de tuberculosis. ¿Por qué? Al ingresar por vía respiratoria, a través del contacto con las microgotas de Flugge de una persona infectada, el bacilo se interna generalmente por los bronquios. Ahí se distribuye por todo el árbol conformado por bronquíolos, bronquiolitos y, finalmente, los alvéolos o sacos pulmonares, donde normalmente se realiza el intercambio gaseoso entre el dióxido de carbono tomado de la sangre y el oxígeno inspirado. Allí existen glóbulos blancos que, como parte del sistema inmunológico, fagocitan a la bacteria. Pero pueden fallar. Entonces se produce la reacción inflamatoria: el organismo reconoce que ha sido infectado y activa anticuerpos específicos para defenderse. Si este proceso tiene éxito, la persona, aun infectada, no se enferma ni contagia. Pero en las personas con el sistema inmunológico debilitado el bacilo lleva las de ganar. De ahí que el gran resurgimiento de la tuberculosis en la Argentina y en el mundo se haya dado a raíz de la epidemia de sida, cuando el VIH inutiliza las células del sistema inmunitario. La gran fisura Existe un cóctel de drogas –en el Programa Nacional de Control de la Tuberculosis, cuatro– que el paciente debe tomar sistemáticamente durante al menos 6 meses para que la infección remita completamente. Normalmente el tratamiento produce una rápida mejoría al mes, pero esta ventaja es a la vez la mayor dificultad, porque al sentirse mejor muchos abandonan. Eso no sólo hace que su estado de salud empeore sino que incrementa las posibilidades de adquirir tuberculosis MDR, en cuyo caso el tratamiento requiere de más y diferentes drogas, 2 años de constancia mínima, menos posibilidades de cura y un costo total que trepa de 25 dólares a 5 mil dólares. Eso complica mucho las cosas en la medida en que las cepas MDR y XDR proliferen en los países más pobres. Las personas VIH positivas deben seguir de entrada un tratamiento algo más complejo que el estándar, lo cual en la práctica suele dificultarles la adherencia. El objetivo, además de curar al paciente, debe apuntar al corte de la cadena epidemiológica: investigar si alguno de los contactos personales del paciente –los que pasan con él más de 4 horas al día, se considera por caso, aunque puede suceder, como con la gripe, por contacto casual en el subte– puede estar infectado, ya sea porque fue contagiado o porque fue quien se lo transmitió. Por último, nadie debería dejar de ir al médico si lleva dos semanas seguidas de tos. El examen es sencillo, y no hay más lugar para visiones “románticas” de la enfermedad, al menos mientras siga siendo relativamente sencillo curarla. |
Fuente: IntraMed